Como todos los lunes, apurado, esa mañana Ernesto venía caminando por la calle Rivadavia, con la misma prisa dobla hacia la 9 de Julio y se lleva por delante a alguien...
Mentiras de Pescador
José Pepe Julíá
Mañana rara la que se despereza en la Ciudad de Lobos. Tiene el frescor del despertar “invernoso”. La ventisca alérgica y primaveral. El ocre desteñido de la borrasca otoñal. Y el resabio de entusiasmo que despertaba el verano ya próximo a despedirse.
Ernesto, apurado como todos los lunes, caminaba por la vereda de la Rivadavia. Se le había hecho largo el desayuno. A los cuarenta metros de andar se preguntó si había cerrado la puerta de entrada de la casa y en vez de desandarlos para asegurarse, se respondió con un sí chiquitito, como para apenas escucharse y absolver las culpas. Ensimismado en su celular dobló presuroso por la 9 de Julio y se llevó por delante a alguien. Antes de levantar la vista ya sabía que ese alguien era un conocido al escuchar su rezongo. Las milésimas de segundo que tardó en elevar el mentón hasta enfocar al sujeto se volvieron eternas al conjugar varios sentidos a la vez: El oído atento por la voz aguardentosa; el olfato agudizado por el inconfundible aroma a habanos baratos y por último la vista perspicaz descubriendo un rostro más avejentado pero siempre cuarteado por días de sol enmarcado en la eternamente tupida barba gris. Hacía rato que esa figura se había escabullido de su memoria. Más de un año calculó. El viejo Aurelio volvía a ocupar su lugar en el escalafón de afectos que uno tiene agendado en el lado izquierdo del cerebro, ese que dicen que atesora las emociones positivas. Aurelio era el compañero de pesca en los últimos tiempos de su viejo. Se unieron en una amistad efectiva en la Laguna, cuando coincidieron en un lugar apartado de “los principiantes”, como minimizaban a los que no respetan los códigos cerrados e inexpugnables que tienen “los experimentados y verdaderos pescadores”, como se declaraban ellos mismos. Que con una pasión religiosa hacían que el tiempo se estirara tranquila y armoniosamente sin importarles que las boyas quedaran inmóviles o se zarandearan con los aires de libertad enganchados en los anzuelos con que luchan los pejerreyes.
— ¿Qué haces pibe?— le preguntó mezclando su voz con el humo.
— ¿Cómo anda don Aurelio?—respondió preguntándole.
—Yo recuperando el tiempo perdido. Estuve medio pachucho del corazón. A esta edad se desacelera un poco, viste. Los músculos lo apuran, la voluntad lo vapulea. Decí que las articulaciones lo acompañan que sino— y largó la misma carcajada que lanzaba cuando se despedía del padre de Ernesto, después de repartir los pejerreyes y algunos bagres en la cocina de la casa. “Llevando pescados no rezonga la patrona” decía y se despedía con esa risotada mitad nicotina mitad carraspera.
— ¿Y qué anda haciendo por Lobos?— le hizo la pregunta obligado por el largo tiempo sin verlo.
— ¡Recordando viejos tiempos!—se exaltó— ¿Sabés las ganas de tensar una caña que tenía? Y en Cañuelas no hay lagunas. Casi dos años con el médico y mis familiares prohibiéndome las excitaciones. Pero el sábado dije “basta” y ayer me vine para acá. Me quise comunicar con tu viejo pero no hubo caso, che. Me mandé para la Laguna directamente y allí estaba mi compañero, firme con sus cañas y su mochila. Nos abrazamos como dos maricones. Le devolví la caña de fibra roja que me prestó la última vez que nos vimos. La alegría se le escapaba por los ojos. Me había dicho que no se la daba a nadie pero a mí me la dejó al toque, pibe. Cuando se quebró la mía no tuvo ningún reparo en dármela. La lluvia de aquel día apuró el regreso y cada uno embolsó lo que tenía a mano y nos fuimos. Es una de sus cañas favoritas, vos lo sabrás. Y cumplí. No sabes cómo esperé el momento para dársela en mano. A un amigo no se le falla nunca.
La mente de Ernesto voló hasta el garaje de su casa. Más precisamente al rincón donde su padre, el único pescador de la familia, tenía meticulosamente ordenadas sus cosas. La de fibra roja llenaría el hueco que desentonaba en el anaquel de las cañas. Quiso salir disparando hasta allí para comprobarlo. Pero sintió un escalofrío propio de las buenas películas de terror.
La verborragia del anciano no le dejaba espacio para advertirle que estaba equivocado. No quería ser el causante de volverlo a la realidad. El entusiasmo puesto en los dichos le impedía a Ernesto terminar con el monólogo del viejo. No quería decirle que era imposible su relato. Asoció con algo de congoja, los años de Aurelio y su memoria carcomida por el tiempo. Los medicamentos que seguramente aceleraron las funciones vitales de la añoranza y los recuerdos vividos a la orilla de la Laguna compartiendo lombrices frescas para los peces y milanesas frías para ellos.
Lo miró y mandó a la mierda el apuro de los lunes y la rutina de la semana. Lo tomó del hombro y sin dejarle tiempo a que se negara lo invitó a compartir un café en lo de Ferrarese mientras esperan al ómnibus que depositará a Aurelio en su lugar de origen.
Ernesto tiene algo que ocultarle y qué mejor que un lugar con olor a Bar para que una verdad sin decir, no se convierta en una mentira.
Los Cuentos de Pepe 2018
LobosMagazine
lobosmag.com