Había una vez… Un anciano, de indescifrable edad contaba una historia…
El Coche Rojo
Había una vez, en un lejano país, en un remoto lugar, una dama anciana ya, que había sabido de esplendores y bonanzas. Vivía la anciana dama en una casa pequeña, rodeada de sus hijos, los hijos de sus hijos y los hijos de éstos… Resulta que la buena dama anciana, - siempre respetada por propios y extraños, aunque vale decir que últimamente era más respetada por extraños que por propios -; vivía ella plácidamente de alguna manera de una renta modesta, y parecía que su única misión y preocupación era que los suyos estuvieran bien, el bienestar de los suyos, sería la frase. Pero, como el ser humano, no vive sólo de amor, comprensión y buena voluntad, la anciana dama, decidió que iba a proporcionarles todas las comodidades que estuvieran a su alcance; pensaba la anciana dama que era lo mínimo que podía hacer por ellos, al fin y al cabo eran su prole. Así fue entonces, que la anciana dama, cobijó a todos, que viviesen en su casa; les brindó alojamiento y sustento, con lo que podía asumir de su escasa renta.
Resultó un día, una mañana, uno de sus hijos, quien también vivía con el resto, tomó la decisión que por algunas horas del día usaría ese tiempo para hacer algún negocio, una actividad por su cuenta y riesgo, y ver si podía conseguir algún dinero extra. La decisión de éste hijo, que se llamaba Juan, no fue muy bien recibida y comprendida por sus hermanos, no fue muy bien vista su actitud; decían ellos que parecía que no valoraba lo suficiente todo lo que la matriarca, la anciana dama, hacía por todos ellos. Por alguna razón, resulta que la señora decidió imponer que una parte de los ingresos que obtuviera Juan, por lo que emprendiera, debería ser entregado a un fondo común, que administraría y dispondría la anciana dama.
Ocurrió entonces que Juan, preguntó: “ ¿madre… y el resto de mis hermanos y sobrinos?”
La anciana dama, impasible, respondió al ya díscolo hijo Juan: “ellos trabajan en la casa, para el bienestar de todos”, y resulta que, unos limpiaban, otros se hacían cargo de la cocina, otros pensaban que se compraba, otros pensaban que se comía con lo que se compraba, y otros incluso, decidían cómo se repartían las cosas, todas, las tangibles y también las intangibles, como si se repartiera lo que se piensa o lo que se cree.
Juan, asombrado, intenta una explicación: “pero madre, si más de mis hermanos obtuvieran ingresos, es seguro que habría más dinero, incluso madre, seguro que muchos no necesitaríamos vivir de la familia”, fue el intento de argumento del ya raro hermano, por sus ideas. Y aún más, consiguió que todos le contestaran que no hacía ninguna falta, que se vivía bien así, bastante bien, y que ellos se pasaban el día trabajando muy duro para la matriarca.
Pasaba el tiempo en ese lejano país, y así vivían felices, pero… a medida que pasaba el tiempo, se iban dando cuenta, aparentemente, que esa convivencia fraternal exigía gastos que nunca habían previsto. Y encima de todo esto, la anciana dama comenzó a darse cuenta, o pensaba, que no estaba haciendo todo lo que ella creía que se podía hacer por los suyos. Ella por supuesto que cubría bastante de las necesidades de todos, o algunas, pero había otras que no estaban a su alcance ni remotamente.
Resultó así que en un principio, solucionó la situación aumentando la contribución que exigía a su hijo Juan, quien trabajaba fuera. Intentó Juan protestar, no con mucha fuerza, ya que era él sólo, y sumado a que todos le hicieron ver su aborrecible egoísmo y con vergüenza Juan, no tuvo más remedio que ceder más de su dinero a la caja común.
Pero resulta, que en el lejano país, la anciana dama, se dio cuenta que no era suficiente, y llevada por un incontenible amor, la anciana dama se dedicó a ver que más podía hacer, “alguna alternativa habrá” pensó; y así fue que la encontró en sus vecinos; vio que podía pedirles prestado algún dinero, como para ir llevando adelante la situación, para ir tirando. Después de todo, pensaba, su reputación era intachable, eso creía ella; hacía que todos confiaran en ella, al fin de cuentas además de su renta, su hijo Juan ganaba algún dinero y eso ayudaba a que nadie dude de su solvencia.
Y así fue pasando el tiempo. De a poco el préstamo pedido a los vecinos se fue convirtiendo en algo corriente; en esa situación de tener dinero extra la anciana dama, lograba una convivencia familiar más agradable y les permitía soñar; porque después de todo “¿no tenían ellos “derecho” a vivir tan bien como cualquier otro”? y se preguntaba: “¿por qué el tener poco dinero los iba a obligar a no tener las mismas comodidades que disfrutaban sus vecinos”?
Fue pasando el tiempo en ese lejano país: La anciana dama iba aumentando de a poco la contribución que exigía a su hijo Juan, quien tenía ya su propio negocio, sumado a que iba pidiendo algún que otro préstamo de más, es que había aprendido y le gustaba pedir préstamos; y como una cosa lleva a la otra, un día la anciana dama compró una hermosa mansión, con vistas al mar, con su propia playa, un exclusivo coche deportivo, de esos color rojo, italiano, afamados y veloces. La algarabía y alegría en la casa estaba garantizada por supuesto. Fue entonces que unos hijos se encargaron de coordinar los turnos en que sería usado el coche rojo y los turnos para usar y disfrutar la mansión en la playa. Esto, decidieron que se haría de acuerdo a criterios establecidos por ellos, de necesidad y justicia. Esta nueva situación, debido a las cargas extras de trabajo que significaban estas adquisiciones, era necesario, indispensable reorganizar todo. ¿Cómo era esto?, es que había que tener siempre a punto e impecable el coche rojo; había que tenerlo lavado y lustroso; había que cuidar de la mansión de la playa, de su inmenso jardín, y para esto había que destinar a más hermanos y más sobrinos y ya algún nieto a dedicarse a estos asuntos.
Juan cada vez se veía menos por la casa matriarcal ya que cada vez dedicaba más horas a su trabajo. Algunos de sus familiares que veían la libertad que disfrutaba el hijo que trabaja fuera, o sea Juan, pensaron emularlo, pero encontraron que era más interesante y tenían más satisfacciones dedicarse al mantenimiento del coche rojo, de tenerlo más tiempo para ellos. Comenzó a pasar que a raíz de estos repartos, se produjeran cada vez más nuevas disputas; esto era entre ellos, entre hermanos, no era un problema con la anciana dama. Pero por supuesto que nadie cuestionó todos los nuevos bienes que disfrutaban. Únicamente el hijo mal visto por el resto, Juan, quien además de ver como aumentaba su contribución a la familia, ya sentía un incómodo resquemor por el sencillo hecho que el tiempo en que podía disfrutar las cosas que la madre les regalaba, cada día era menor, imposible ya. Juan tuvo como respuesta de sus hermanos y su madre, que no podía protestar, que él tenía dinero propio y que podía gastarlo como tuviera ganas y conveniencia.
Y así pasaba el tiempo en ese lejano país. La anciana dama iba sumando nuevas dádivas, para disfrute de los suyos: Aumentaban las dádivas y aumentaban los gastos. Y por supuesto aumentaba la suma que ya era costumbre y corriente pedir a sus vecinos; y también para pagar los préstamos tomados, debía pedir otros préstamos… pero bueno “¿qué más da?” “¿o su familia no disfrutaba y tenía derecho a hacerlo?”, “¿o acaso no es cierto que siempre hay alguien que presta dinero?”. Tenía suerte hasta ahora la anciana dama. Tenía suerte.
Y así, resulta que un día los vecinos, a quienes les iba bien, estaban pasando por una época de no muy buenos resultados en sus economías y empezaron a exigir que se les devolviese todo lo que le debían. Ya no abundaban los vecinos con dineros extra que pudiesen prestar, y también incluso el hijo Juan, quien trabajaba fuera, que veía día a día cómo se reducían sus ingresos. Como aumentaban sus horas de trabajo.
Mientras tanto, en ese lejano país, los gastos aumentaban y aumentaban; la anciana dama se reunió con los vecinos, molestos ya, y prometió que les pagaría todo lo que les debía, “que nunca les había fallado, pero que ahora necesitaba más dinero”; uno de sus vecinos más conocido le dijo: “pero señora!”, “no sabe cómo nos gustaría prestarle todo el dinero que necesita, pero entenderá usted que ahora estamos casi en su misma situación y algunos de nosotros peor aún” “necesitamos que nos devuelva todo nuestro dinero ya, no podemos seguir así”. Está demás decir que la anciana dama no tenía el dinero, ni para los préstamos más antiguos. Decidió ir a ver a un gran poseedor de tierras infinitas de la zona, que era el acalde del pueblo que los gobernaba a todos ellos de forma igual a como ella cuidaba su familia. El alcalde, sonriente y solícito le dice “pero señora, por supuesto que le puedo dar algo de dinero para que pague sus deudas” “de alguna manera yo soy uno de sus acreedores” “pero me tendrá que dar certezas y pruebas que me podrá devolver lo que pide y para eso va a tener que eliminar algunos, bastantes diría, de los gastos, para poder hacer frente a sus obligaciones”.
-“Pero señor alcalde!” contesta la anciana dama al sonriente alcalde, “cómo voy a negar a todo ellos que dependen de mí y por lo que tanto han trabajado! Y tenga en cuenta señor que muchos todavía no han podido hacer sus paseos en el coche rojo y yo se los he prometido”.
Parece que el alcalde, a pesar de su sonrisa, era una persona inflexible, y ya le había puesto en claro las condiciones a la anciana dama, quien no tuvo más alternativa que aceptar, ceder, muy a su pesar. Mientras tanto pensaba cómo hacer para eludir esas exigencias del señor alcalde, el sonriente alcalde.
A esta altura, a la anciana dama ya no le quedaba dinero; no tuvo más remedio que juntar a los suyos, sus protegidos y contarles lo que estaba pensando. Su plan. Les dijo que el césped de la mansión de la playa, que se veía totalmente descuidado, aun teniendo en cuenta la cantidad de personas que había asignado a trabajar en el jardín, así que de ahora en adelante no se aplicaría abono y agua al césped. También les ordeno que se vendieran todos los muebles que no se usaban y otros artículos que no tenían uso ni fin justificable. Les ordenó que el tanque de combustible del coche rojo se llenara una vez por semana. Sabía muy bien la anciana dama que esto traería sacrificios para todos, pero tenía que reducir los gastos; y por último disponía que el hijo que tenía ingresos propios, Juan, debería desde ahora entregar una cantidad más importante de su dinero para pagar la deuda.
-“ Pero madre! Es que lo que obtengo por mi trabajo, ya se ha ido reduciendo mucho” “si me sigue quitando dinero, producto de mi trabajo, ya no me queda nada; ya no tiene sentido que trabaje”. Esto que dijo Juan fue para todos los demás una afrenta que los indignó, y no pudieron contenerse: “pero que egoísta y que falta de solidaridad!” “ven que todos nuestros problemas vienen de la codicia!” “todos!” “Tanto de nuestros vecinos que exigen que les paguemos lo que debemos, que nos prestaron, y también de nuestro propio hermano que no quiere compartir su dinero con nosotros!”.
La historia se interrumpe, el anciano que empezó a contar esto, no puede terminar el relato. Dice que se ha ido del pueblo hace mucho, mucho tiempo. Que recuerda apenas, o no quiere recordar tal vez, que empezó a irse y se fue cuando vio como los hermanos empezaron a pelearse entre ellos, a destruir las ruedas de los autos de los vecinos, como protesta ya que ellos no podían usar el coche rojo. También ha dicho el anciano de edad infinita, que se dice que han visto algunos al hermano que tenía sus propios negocios, parece que lo han visto en un pueblo muy lejano, dicen que trataba de montar una pequeña casa de comidas en el costado de un camino, pero también hay otros que dicen tener la certeza que Juan fue apaleado y muerto a golpes por sus furiosos hermanos, sobrinos y demás, dicen que ocurrió ante la imperturbable mirada de su madre, del lado del acompañante del conductor en otro coche rojo deportivo, al volante… el sonriente alcalde.
LobosMagazine 2019
“Los restos del naufragio quedaron esparcidos o desaparecidos o rotos
Nos queda el presente que ya es suficiente y no nos debe faltar
Nos queda la suerte que si se balancea un poco, nos puede tocar
Nos queda el mar y un buen pescado que comer a tu lado
Los restos del naufragio quedaron esparcidos o desaparecidos o rotos…”
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