Las dos señoras que subieron en Pueyrredón me miraron mal cuando ella en su confesión "apta para todo público", sin titubeos y elevando aún más la voz dijo....
Y así, como si nada, la relación entre ella y la historia en la que ahora ambos desempeñábamos un triste papel me parecía vaga, difusa, casual. De pronto comprendí que no fue más que una ilusión haber pensado que cabalgamos nosotros mismos en nuestras propias historias y que dirigimos su marcha; que en realidad es posible que no sean, en absoluto, nuestras historias, que es más probable que nos sean adjudicadas desde fuera; que no nos caracterizan; que no podemos responder de su extrañísima trayectoria; que nos raptan, dirigidas desde otra parte por fuerzas extrañas. Por prejuicios morales o tecnológicos… (del Editor)
Hablando se confunde la gente
José Pepe Juliá
A media mañana el ascender al subte en la estación Medrano no es tan dificultoso como hacerlo a las 8. Estábamos parados uno al lado del otro. Nuestros hombros se tocaron sin querer. Su cabello rubio y lacio tenía un perfume insinuante. Quizá para otro horario más romántico. Pero no opuse ninguna objeción. Su tono de voz no me dejaba optar. “¿A vos te parece bien lo que me dijiste, Federico? ¿Era la forma correcta de acotar algo justo en ese momento? Al detenerse la formación nos zambullimos por la puerta que se abrió cual bostezo recién elaborado. Nos sentados en el hueco en que apenas caben dos caderas. Los demás espacios estaban ocupados. No tuve más remedio que girar la cabeza hacia ella cuando retomó la conversación que a esta altura era su monólogo. “De haber sabido tu reacción, olvidate que te hubiera comentado algo”. Volví a mirar al frente y el señor de anteojos gruesos me hizo una mueca, dándome a entender que la situación no sería fácil de resolver. Ahora ella es la que de reojo mide mis movimientos. Maldije a los constructores japoneses que diseñaron estos coches con asientos que te obligan a viajar de costado. Me puse a divagar que sus ojos orientales, afinados como escudriñando el más allá de sus pupilas, tendría algo que ver con la disposición de sus nalgas. Sin dejar de ver al señor que estaba sentado frente a mí, compruebo que con un sutil golpe de codo está invitando al muchachito que está sentado a su lado a que participe del espectáculo que tiene a tan solo lo que mide el ancho del pasillo. Ella envalentonada por mi silencio siguió escupiendo incomodidades. “No te pedí que te inmolaras por mí. Te estaba reclamando auxilio. Un punto de apoyo para sostenerme. Tan difícil era. Hubiera preferido que no dijeras nada. Como siempre. Pero esta vez al señor Federico se le dio por opinar. Y pésimo. Total la que quedaba mal era la tonta de Roxana que siempre tiene la culpa de todos los problemas que pululan alrededor nuestro”. Su voz tenía el volumen exacto para contrarrestar el traqueteo del vaivén del subte. El tono perfecto para que se vayan interiorizando los demás viajeros de la situación.
Al llegar a Carlos Gardel se agregaron más espectadores. Ya algunos de pie obstaculizando la visión del señor de anteojos gruesos, escuchaban como se escuchan las conversaciones ajenas, haciéndose los distraídos: “Dos palabras tenías que decir. Dos: -Tenés razón-. Y punto. Lo demás lo tratábamos en casa. Entre las cuatro paredes que tenemos en común”.
Las dos señoras que subieron en Pueyrredón me miraron mal cuando ella en su confesión “apta para todo público”, sin titubeos y elevando aún más la voz dijo: “Te di el pie para que me apoyaras y me diste una patada. Nunca un gesto de cariño de tu parte. Un calmate Roxana, esto te hace mal”.
Se descomprimió un poco el pasaje en Pasteur. Pero ella actuó exagerando la vehemencia, como para recuperar los espacios vacíos o involucrar aún más a los que seguían viaje. Me sentía observado y juzgado sin tener derecho a réplica: “Yo esperaba que fueras mi salvavidas, Federico. Tu mano en mi espalda. Tu presencia de hombre para rescatarme. Y vos te convertiste en mi verdugo”. Pude sentir las miradas acusatorias de los presentes. Las más inquisidoras eran las de las mujeres.
Al llegar a Callao, se tomó un respiro, como escudriñando los efectos causados. Giró su cabeza hacia ambos lados para corroborar que seguía siendo el centro de atención. Se detuvo un momento en mí, volvió a mirar al frente y arremetió otra vez con su monólogo agrio y cargado de rencor: “Si te hubieras quedado callado yo lo hubiese tomado como que estabas de acuerdo conmigo. Pero no. Tuviste que abrir la boca”. Un muchacho parado cerca de la puerta me miró como incitándome a que le conteste algo. Levanté los hombros y él mordiéndose el labio inferior, dejó de prestarme atención.
Escucho sin tener necesidad de contestar. Imagino que una palabra dicha entre todas las que ella escupe podría provocar la hecatombe que seguramente está buscando. En mi interior se gesta una reacción contraria a la que les demuestro con mí accionar a todos los que van tomando partido a favor de ella. Pero me contengo. Quiero ver hasta dónde llega la gente que no quiere comprometerse pero espera que alguien reaccione para acoplarse al escarnio colectivo.
Para sorpresa de todos se levantó bruscamente: “Esto así no va más Federico”. Y se perdió por la puerta en cuanto se abrió en la estación Uruguay. Escucho al viejo de anteojos gruesos: “Y, Federico ¿No la vas a seguir?”. Y esbozando una sonrisa le contesto: “Yo no me llamo Federico. A ella no la conozco y me tengo que bajar recién en Pellegrini” y le señalo a Roxana caminando apurada por el andén. Ya sus manos no están libres, ahora sostienen los auriculares de su celular.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
“no quiero ser la única
Yo quiero ser la preferida
No quiero ser la que “haiga”
Yo quiero ser la elegida…
Tú me pides amor… y lo tienes
Tú me pides cariño… y lo tienes
Pero el celo en tu corazón
Espantará mi pasión…
Federico
Me pides cuidado, y lo tienes
Me pides mis besos, los tienes
Más las promesas en vano
Me quitarán de tu lado…
Federico
Ah! y encima este celular de mierda
Que me regalaste
Federico!”
LobosMagazine 2018