Quien ha perdido la oportunidad de desarrollar su propia libertad odia la libertad de otros
El Estado, la Moral y la Libertad
“Si las necesidades son el punto de referencia, cada uno es a la vez víctima y parásito. Como víctima, tiene que trabajar para satisfacer las necesidades de los demás, pero sigue siendo un parásito cuyas necesidades deben ser satisfechas por otros. Sólo podrá presentarse ante los demás como mendigo o como esquilmado” Ayn Rand
Día a día vamos observando como el “estado de bienestar” se ha consolidado y convertido en una nueva religión de la que se desprenden los “principios morales” de este tiempo. Que despoja a los ciudadanos de su propiedad, su independencia y hasta de su libertad personal en última instancia. Pero claro, a cambio promete “seguridad material” (promete) y así tenemos una… digamos, distribución equitativa, de resultados y de responsabilidades. De esto, y de hecho se va construyendo y consolidando una prisión social: la del “estado de bienestar proveedor”. Una prisión donde no se necesitan celdas con barrotes ni fortificados muros ni frías alambradas. No, para nada. Sólo basta con el miedo a la libertad, absoluto responsable de ser quien recluye a las personas. Que sin darse cuenta (supongamos), ya no quieren la libertad personal, sino estar cerca y congraciarse en una supuesta seguridad y comodidad que brinda ese “estado”. Ese ejercicio de la libertad, es por supuesto, efectivamente agotador; esa libertad es necesario vivirla con un modo, un estilo de vida esforzado, alerta, responsable. Y de aquí es que el sueño de muchos de nuestros ciudadanos contemporáneos, es que exista un gobierno fuerte que los administre, los conduzca, piense por ellos, y aunque esto los incapacite, absorbidos en una vorágine de leyes y mandatos nacidos de un estado hipertrofiado. Esto es un despotismo democrático, sí un despotismo democrático, que le da alivio a los individuos de esa molestia de pensar por sí mismos y de asumir responsabilidades y cargas de la propia vida y su responsabilidad en la sociedad. Esas personas de las que sus destinos dependen de ese amor de los funcionarios del estado de bienestar que sienten por su pueblo. Sus destinos y su moral también.
Y entonces, las políticas de ese “bienestar obligatorio, universal y gratuito” crean en los ciudadanos un estado moral y mental contra el que deberían rebelarse todos aquellos que se dicen, se sienten o se asumen “ilustrados”; pero no, se acepta esa cosa de un igualitarismo colectivista y una vigilancia omnipresente del estado, en lugar de asumir y hacerse cargo de la libertad y responsabilidades individuales. Se extiende sobre la existencia de cada uno de nosotros, toda una red de pequeñas y muy precisas reglas, creando una dependencia, incluso en los más mínimos asuntos, de toda la burocracia estatal. Y que tenemos? Que el amaestrado “ciudadano social”, ya no valora ni defiende los valores de la cultura occidental, de la competitividad y diversidad, sólo y apenas se limita a un ejercicio de asegurarse el bocado más grande del “pastel social”. Bajeza moral, si las hay.
Ahora bien; vemos que en lo que se puede llamar la tradición filosófica de occidente, vamos a encontrar una innegable inclinación o tendencia, y que se trata de estar más a gusto con Platón con su estado utópico que con Aristóteles. Tal vez por una historia, impregnada más de teología que de filosofía; plagada y cuajada de derrotas y sinsabores en los últimos siglos, y trasladada a las colonias originarias de la cual somos resultado, nos ha conducido a una patológica falta de confianza en nosotros mismos. Y si por añadidura observamos como la eterna envidia social, nos ha hecho y hace víctimas ideales para los sistemas colectivistas. Y así hoy día es común, normal, eso de preferir la distribución equitativa de la pobreza a la desigual distribución de la prosperidad, producto del esfuerzo y la inteligencia de cada individuo. No es tan difícil observar como la libertad y la prosperidad de unos sólo sirve como despertador de las frustraciones de otros. Observar como quien ha perdido la oportunidad de desarrollar su propia libertad odia la libertad de otros. En consecuencia, estas frustraciones son disfrazadas por “el estado de bienestar paternalista”, quien lleva adelante una redistribución forzada de la “justicia social”. Un “estado de bienestar” que priva a los ciudadanos de sus libertades individuales, “con el sublime fin de hacerlos mejores personas y protegerlos de sí mismos”. Una perversidad.
Vivimos envueltos en luchas intestinas, incapaces de pensar alguna alternativa política plural, donde buscar que puedan entrar todas las que se pudiesen formular, pero no, se cae y caemos en la insignificancia no ya sólo política, sino también social. Y así, apenas si hemos sido simples espectadores de lo que ha definido allá por 1927 L.D. Brandeis, miembro del Tribunal Supremo de Estados Unidos de Norteamérica, lo que llamó la causa de la locura del estado de bienestar: “Los mayores peligros para la libertad están al acecho en las intervenciones insidiosas de fanáticos con buenas intenciones, pero sin capacidad de comprensión”. Ese resultado somos nosotros, los “desmoralizados” “esclavos felices” de la burocracia del “estado de bienestar.”
En una novela cuyo título es “Un Mundo Feliz”, (Brave New World, 1931) de Aldous Huxley, se manifiesta que un gramo de soma cura diez sentimientos melancólicos; no tiene efectos secundarios y el Estado es el encargado del reparto de esa sustancia y controlar las emociones de los miembros de la comunidad con el propósito de mantenerlos contentos, un factor muy importante para no poner en peligro la estabilidad social. Pero sabe qué? Que no es así. El soma no era una “pastilla”. Pero sí “llenos a tope” de eso que se puede llamar “felicidad estatal”, y gracias a una herramienta mucho más sutil, el de una democracia tomada por asalto, pervertida.
Vemos como la nueva moral ya no nace de los procesos espontáneos propios del sistema social, sino que lo hacen de la voluntad de quienes ostentan el poder; todo un claro signo y ejemplo de retroceso a épocas que creíamos o nos parecía haber dejado atrás. Porque cuando la moral mide los actos exclusivamente en función de la pura necesidad y no de la capacidad para superarla, ¿adónde se llega? Pues a convertir la mediocridad en meta a conseguir, ese es el objetivo; y a todo aquel que produce en un objetivo a parasitar, a colonizar con los virus de la mediocridad. Y cuando el objetivo es el de mantener la mediocridad como “meta final”, no sólo consume los recursos, sino que impide la producción de otros nuevos.
Cuando la dualidad inseparable entre riesgo y oportunidad se resuelve siempre y cobardemente en detrimento del riesgo, no estamos sólo ante un estancamiento, NOS ABOCAMOS A LA REGRESION.
LobosMagazine 2018