Antes de empezar con el negocio, tenían que nombrar quién guardaría toda la guita. Billetes y monedas que a poco tiempo se acumularían debido al éxito que pronosticaban.
La lata en el árbol
José Pepe Juliá
La noche antes al discurso del presidente, habíamos estado en el café de siempre, con Pepe y el resto del grupo de los viernes. Haciendo cuentas de cuántas veces se ha repetido la historia o tragicomedia de algunos a costa de otros…; y recordando anécdotas de Lobos, hace tanto… que éramos chicos, y surgió así como de la nada “un cuento de economía”, que estaba ahí…
Fue una excelente idea. Mal no les podía salir. Ejemplos como para imitarla no escaseaban. Y así, con todas las expectativas que genera desarrollar una idea y llevarla a cabo, le dieron a Marcelo la tarea de escribir en un cuaderno de tapas blandas los cien números que tenían que vender en tiempo récord. Una rifa no puede fallar nunca.
Todos los que organizan un sorteo les va fenómeno y ellos no serían la excepción.
El mejor ejemplo de ello es Don Felipe, el carnicero del barrio, que todos los noviembres empieza a vender una de las rifas más esperadas por nuestros padres: Un lechón para las Fiestas. Rifa que Don Felipe fue mejorando con el paso de los años. Es muy recordada la situación de angustia que pasó Doña Etelvina, ganadora de una de las primeras rifas, cuando el carnicero se le apareció con el chancho vivo metido en una bolsa de arpillera. Después de ese incidente el lechón era entregado en bandeja listo para la parrilla.
Otro que supo sacarle provecho a la idea de la lotería fue Don Carlos, el almacenero, que con su Canasta Navideña arrasa con todos los vueltos que tiene que dar en el mes de Diciembre.
También el que le saca el jugo a esto de organizar una rifa es el “Tucu” que regentea el bar que tiene el llamativo nombre de “Clandestino” que cada tanto se manda un sorteo que a los más chicos no les dejan ni siquiera averiguar de qué se trata. Debe ser algo bastante importante porque las madres se pelean con los padres si se enteran que han comprado algún número.
Deducen que una rifa no puede fallar porque tanto al carnicero, como al almacenero y al “Tucu”, nunca les falló.
Así que se turnarían para vender los cien números, pasándose cada tanto el destartalado cuaderno de tapas blandas. Con lo que junten compraran una pelota de esas que cuando pican lo hacen bien. El premio para el que salga favorecido será una pelota pero de menor calidad.
Pototo fue el encargado de darle un valor a los números de la rifa. En el aire sacó las cuentas y determinó que cada uno valdría $ 10. Les explicó que 10 x 100 daba 1000. Si la pelota berreta vale $ 180 y la pelota de primera calidad cuesta $550, les sobrarán unos cuantos pesos para “organizar otra rifa”, dijo.
Antes de empezar con este negocio tenían que nombrar quién se haría cargo de guardar las monedas y billetes que en poco tiempo se acumularían debido al éxito que pronosticaban. Por iniciativa de su hermano Cuqui, el encargado de vigilar la plata fue Pototo. Primero por ser el mayor de todos ellos y después porque no les dejó opinar.
Pototo y Cuqui son los que en todo grupo de barrio están agarrados con alfileres. Inevitables para terminar de redondear el número de jugadores para encarar un partido. Necesarios para comprobar la inquebrantable y férrea lealtad de los demás. Obligatorios para evidenciar la notoria diferencia que hay entre los que se juegan por los amigos con aquellos que les da lo mismo. No son los más queridos por que a los límites de los códigos de amistad no los tienen muy bien definidos. A veces los respetan, otras no.
Por sugerencia de Cuqui, ellos serían los últimos en tomar el cuaderno. Todavía se están preguntando como aceptaron que Pototo fuera su tesorero.
Carlitos sugirió saber cuánta plata irían reuniendo, cada vez que alguien entregue el cuaderno al siguiente vendedor.
Enrique propuso que cada sábado, antes de jugar en la canchita controlaran el dinero.
A Marcelo se le ocurrió que Pototo les diera una copia con la cifra recaudada.
José opinó que el que tenía que guardar los billetes fuese el carnicero Don Felipe, que además de saber de números, era su tío.
—Hagamos una cosa— dijo Pototo —Si tanto desconfían, guardamos la plata en una lata y la colgamos de un árbol.
Les sorprendió la propuesta. Tanto que todos se quedaron callados.
—Listo, entonces— apuró Cuqui —Colgamos una lata en el paraíso del fondo de casa.
— ¿Y por qué en tu casa? La colgamos en un árbol de la mía— casi con bronca le dijo Eduardo que era el que menos simpatía les tenía a los hermanos.
—El árbol más alto es el paraíso de casa— le respondió Pototo.
— O sea ¡¡el más seguro!!— aseguró Cuqui.
Y como pasaba siempre, la discusión se terminó cuando alguno de la barra hizo sonar la pelota contra el suelo y el retumbo los hipnotizó a todos.
Camino a la canchita arreglaron de antemano que tenían la obligación irrenunciable de vender todos los números. La cuenta era fácil, siendo diez los componentes de la barra. Pero la astucia de Pototo, con la complicidad de Cuqui aduciendo que eran hermanos y la cantidad de parientes no era mucha, les complicó la existencia. Y una vez más los envolvieron con su picardía.
Rápido para los sacar cuentas Pototo “decidió” que cada uno vendería once números y ellos, doce entre los dos.
El cuaderno de tapas cada vez más blandas pasó de mano en mano, cada dos o tres días. Según el tiempo que les llevó el hostigar a nuestros familiares directos al principio y a los lejanos después.
La primera entrega de dinero fue una ceremonia digna de comentarse. Enrique vendió en un día su parte y todos se reunieron en la vereda de la casa de Pototo y Cuqui. En una lata de café con tapa a rosca que le pudo sacar Carlitos a su abuela, vieron como los ciento diez pesos entre monedas y billetes viejos, dejaban de ver la luz del día hasta el próximo depósito. Se fueron para el fondo de la casa y Pototo, haciendo ostentación de fuerza y musculatura, subió hasta lo más alto del viejo paraíso y con una vieja cámara de bicicleta ató la lata en una de sus ramas.
— ¿Y si llueve?— inquirió Eduardo.
—La tapa es a rosca. La abuela tenía café del año pasado y nunca se humedeció— le contestó Carlitos.
El subir al árbol, bajar la lata, guardar el dinero y volver a trepar el paraíso ya le resultaba cada vez más fácil a Pototo. Algo que se repitió después de Enrique cuando Eduardo, Jorge, Carlitos, Marcelo, Oscar, Roberto y José religiosamente fueron dejando ciento once pesos cada uno. Ninguno de ellos se animó a subir al paraíso. Ciertamente Pototo sabía de sus fobias a las alturas.
Sin darse cuenta ya habían vendido los ochenta y ocho números. Faltaban los doce que les correspondían a los hermanos.
Cuando pasaron cinco días de la última trepada al árbol de la que fueron testigos y mientras peloteaban antes de empezar a jugar en la canchita, Jorge le preguntó a Cuqui si les faltaba mucho para terminar de vender los números.
— Creo que cuatro o cinco. Ya guardamos la guita en la lata.
— ¿Cómo que ya guardaron la guita?— se atoraba Enrique acercándose con ganas de pelear.
— ¿No era que teníamos que estar todos cada vez que se bajaba la lata del paraíso?— gritaba desde el arco Carlitos.
— Nunca la bajamos. Subí yo y guarde la plata—dijo Pototo con su irónica sonrisa.
Actitud que nunca les gustó, pero era algo que íntimamente sabían que siempre sucedía
Dos días después Roberto le avisa a Marcelo que en la casa de Pototo y Cuqui están cargando los muebles en un enorme camión de mudanzas. Corren hasta lo de Carlitos para preguntarle si sabe algo y ante la negativa, corren ahora hasta lo de Oscar que tampoco sabe nada. Por el otro lado del barrio ya se habían juntado los demás y en patota se dirigen a rescatar de las alturas la caja fuerte camuflada en una lata de café con tapa a rosca.
En el lío de una mudanza, se complica el querer hablar con algún involucrado con la misma. Al papá de los hermanos se lo veía contrariado y nervioso. La madre iba y venía llevando cajas con la palabra “FRAGIL”. Cuando pudimos divisar a Pototo que venía con un bolsón enorme, le preguntamos casi a coro que pasaba.
—Al viejo lo trasladaron de apuro a Los Polvorines como Jefe de la Estación— les alcanzó a decir a la pasada— ¡Vieron como son los del Ferrocarril, le avisaron el sábado y nos mudamos nomás!
— ¿Y recién ahora nos avisas? Estamos a jueves— no muy amistosamente le recriminaba Eduardo.
— ¡Y! ¿Viste como son los del Ferrocarril? hoy te avisan y mañana se contradicen— y casi corriendo volvió a la casa en busca de más bultos.
Cuqui apareció en escena trayendo una minúscula caja de zapatos que revoleó hasta el fondo del camión.
— ¡Chicos! ¡Vinieron a despedirse!— con desparpajo propio de su personalidad los saludó.
— ¿Y lo de la rifa?— le rugió Carlitos.
Cuando volvió a pasar con otra caja de zapatos le dio el cuaderno de la rifa hecho un rollo a Oscar.
Así vieron desfilar la heladera, los sillones, la mesa del comedor y cinco sillas. Los últimos elementos que faltaban cargar para dejar pelada y vacía la casa de Pototo y Cuqui. Parecía que se estaban escapando de la Policía por la velocidad de sus movimientos.
La mamá los saludó nerviosa, subió al auto de un familiar y se fue. El papá que ya estaba en la cabina del camión les gritó que apuraran la despedida y de un salto Pototo y Cuqui se treparon a la parte trasera.
—Ya vamos a volver, ya vamos a volver— dijo Pototo asomando su cabeza por sobre la baranda del camión cuando se perdió al doblar la esquina.
Les pareció escuchar carcajadas que no alcanzó a ocultar el ruido del motor.
— Tengo la sensación que nos cagaron— sin mucha diplomacia Enrique en seis palabras resumió la situación. De un salto eludió la puertita de entrada y lo seguimos. Al llegar a la parte trasera de la casa miraron hacia arriba.
— ¡¡La lata está!! ¡¡No se la llevaron!!—Pletórico de alegría saltaba José arrimándose al árbol.
— No crean que se la olvidaron— dijo Oscar mientras calculaba la altura a la cual se columpiaba con el viento primaveral—Son demasiado zorros como para olvidarse de la lata.
— ¡Pero chee! Un poco de dignidad tienen que tener estos chabones. No nos pueden embromar siempre— casi resignado se quería convencer a sí mismo Jorge.
A tan solo tres días de la fecha del sorteo, tenían que ir a comprar la pelota berreta para el ganador y la de mejor calidad para ellos, pero antes habrá que bajar la lata de café con tapa a rosca.
—Yo no subo ni aunque me digan que me quede con la plata que hay adentro— adelantó Roberto.
Descubrieron que cada uno de ellos disimulaba la antipatía a escalar todo lo que mida más de un metro y medio de altura.
La solución al problema era conseguir la escalera larga del abuelo de Jorge que vive a tres cuadras.
Entre cinco trajeron el armazón de madera que a cada metro recorrido pesaba un poco más.
La apoyaron en el árbol. Enrique llegó al cuarto peldaño y se dio por vencido. Eduardo en el tercero amagó con desmayarse. A Marcelo se le dobló el tobillo cuando arrancaba resuelto a la aventura de trepar hasta la lata. Jorge y Carlitos ya habían decidido que ellos estaban para sostener la escalera. Oscar creyó que se avecinaba un huracán y no era propicio andar por las alturas. Roberto haciéndose el boludo argumentó que sería más efectivo llamar a los Bomberos.
Les quedaba como última alternativa José que se iba encorvando a medida que lo miraban.
— Si subo, no juego nunca más de arquero ¿OK?—dijo y sin esperar la aprobación se ubicó frente a las barandas interminables de la maldita escalera. Se persignó y empezó a subir. Con titubeos al principio, pero a partir del sexto escalón empezó a soltarse. Al llegar al décimo, Oscar era un Héroe. Al alcanzar el decimoquinto, Oscar ya era Prócer de la Patria y cuando hizo pie en la horqueta del paraíso, se convirtió en un Monumento Viviente a la Valentía. Se abrazó a la rama más gorda y con una mano intentaba alcanzar el cofre del tesoro.
—Además de ser más alto, Pototo tiene los brazos más largos—dedujo en voz alta José, cuando apenas podía rozar la lata— ¡Me bajo y se van todos a la puta que los parió!
Desde el nivel del piso todos lo animaron para que no abandone la misión de rescate. Lo terminaron de convencer cuando aceptaron sus exigencias. Que fueron muchas. Desde convidarlo con alfajores en el recreo de la escuela, hasta permitirle darle un beso a la hermana de Carlitos, la más linda del barrio. Este último pedido por suerte lo hizo cuando Carlitos cumplía la misión de vigilar la puertita de entrada en la vereda. Requerimientos que tanto él como los que estaban a nivel del piso sabían que se desvanecerían una vez que pisara el suelo.
—Por lo menos tiene la tapa y hace ruido— dijo José cuando pudo atraparla.
Con la misma cámara de bicicleta que la amarraba al árbol, se la ató a la cintura y emprendió el regreso triunfal. Por cada escalón que descendía los corazones se aceleraban. Lo abrazaron en cuanto sus zapatillas se apoyaron en tierra firme.
—Dejen de mariconear— decía Enrique, desatando sin ninguna parsimonia la bendita lata.
Sentados en círculo en la vereda que pisaron por última vez Pototo y Cuqui, Oscar mirando el cuaderno descubre que faltan vender doce números. Antes de abrir la lata cada uno dijo lo suyo.
—Por el ruido, algunas monedas hay.
—Hay ruido a papeles también.
—Vieron que no son tan guachos.
—Nos cagaron, seguro que nos cagaron.
—Con alguna moneda se quedaron.
—Siempre fueron mala leche.
—Si hubieran tenido una hermana.
—¡¡Abrí de una buena vez esa puta lata de mierda!!—aulló Eduardo y los trajo a la realidad.
Contabilizaron 8 tapitas de gaseosa; 5 de cerveza y 3 de agua mineral. 3 entradas con descuento para el Circo Mágico, vencidas el mes pasado; 4 folletos de una pizzería y 1 envoltorio de chocolate blanco. Todo eso guardado en el interior de la lata.
Contenido que siempre estuvo a buen resguardo de la lluvia por la firme hermeticidad de su tapa a rosca.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
LobosMagazine
lobosmag.com