Jodeme!! Que?? Me mori!!??
José Pepe Juliá
A las 5 de la mañana uno maneja más relajado. Pero no todos lo hacen con la misma intensidad de atención al tránsito.
El ruido de la frenada, se perdió en el rechinar de los hierros cuando empiezan a retorcerse. Los líquidos se desparraman peligrosamente y las gomas de las ruedas trabadas parecen querer borrar el asfalto despidiendo un tizne blanco. El encontronazo con la pared de la esquina fue el tope en el cual se terminó el recorrido. El golpe me desorientó. Apenas pude abrir la puerta di dos pasos y caí al piso. Las piernas no lograron soportar mi peso y antes de perder el conocimiento, veo que el que me chocó impunemente acelera lo que quedó de su cachivache y se aleja con su culpabilidad envuelta en humos y ruidos carrasposos.
El primero en llegar fue el morochito portador de una gorra que por encima de la visera tenía dos letras grandes bordadas con colores chillones homenajeando a una ciudad extranjera. Su brazo derecho estaba completamente invadido por un tatuaje ilegible pero perfectamente delineado. Su mano huesuda y temblorosa hurgueteó mis bolsillos. Se quedó con mi celular, mi reloj y mi billetera. Mucho no le costó hacerse de esos elementos. No pude oponer ninguna resistencia. Una vez que los tuvo en su morral empezó a pedir ayuda a los gritos.
Se detuvo un BMW y bajó un señor de traje y corbata. Se dirigió directamente a mi auto incrustado contra la pared. Sin mucha parsimonia, envolvió su mano en un pañuelo y por el hueco libre del vidrio de la ventanilla del lado del acompañante, se adueñó de las boludeces que uno acumula en la guantera: los papeles del auto; los cupones del peaje; un llavero. Y se fue. Tal como si hubiese parado a comprar cigarrillos en un kiosco. Pasó demasiado cerca de mis piernas expuestas descoordinadamente en el asfalto cada vez más frio. El ruido melódico del motor de alta gama se fue extinguiendo de a poco.
La tercera en aparecer fue una señora entrada en años, parecería a medio vestir. El perfume a champú delata que recién salía de la ducha, por lo que deduzco que vive en las inmediaciones. Se inclinó para ver si mis ojos bien abiertos no parpadeaban y al confirmarlo me arrebató la cadenita con una cruz que me colgaba del cuello. Torciendo los labios desaprobó el acero quirúrgico. Poco le importó la sangre que empezaba a coagularse entre los eslabones. Se incorporó y marcó en su celular el número que después dijo en voz alta y en pregunta “¿911? Y mientras se alejaba me volvió a mirar. Por mi obligada quietud, no pude agradecerle su humanitario y misericordioso gesto.
El que nunca se alejó fue el morochito de la gorra. Caminaba y miraba para todos lados. Parecía preocupado por mí. O lo que quedaba de mí. Lo digo por las veces que se acercó en puntas de pie manteniendo cierta distancia para comprobar si me había movido.
Empezaron a sonar varias sirenas al unísono. Si hay algo que no logran confundirme son las sirenas. Siempre las pude distinguir. La ampulosa y exagerada de los patrulleros. La lánguida y penetrante de las ambulancias. Y la estrepitosa de los bomberos que siempre van acompañadas de bocinazos graves y cortos. Hay destellos azules y también rojos acercándose a la esquina. Siento una rara sensación de protagonismo. Es la primera vez que esos sonidos y esos centelleos están dedicados a mí.
De pronto caigo en la cuenta que lo que estoy viendo no es desde la perspectiva del piso. Es desde cierta altura. Por eso no se me escapan los detalles ¡¡ Jodeme que me morí!! Con tantas cosas pendientes que me quedan por hacer ¡¡ Jodeme que me morí!! Allá me veo despatarrado en el piso. El morochito que sigue inquieto. Mi auto violando parte de la pared. Y ahora tengo la sensación de abarcar más espacio con mi vista. Como si me fuera alejando. Subiendo. Alcanzo a ver un móvil policial a tres cuadras por un lado y una ambulancia a cuatro esquinas por el otro que se acercan. Surge una luminiscencia blanca que me enceguece. Debo estar sintiendo la misma conmoción que habrá sentido Víctor Sueyro en sus tantos viajes hacia el más allá, cuando hablaba de una luz atrayente y maravillosa.
Y de repente me hundo en una ceguera total…
Desperté en una cómoda cama de hospital. No me costó mucho deducirlo cuando acompañé con la mirada obnubilada el tubo que incrustado en mi brazo, terminaba o empezaba en la bolsa del suero. Y no me quedó ninguna duda cuando apoyado por el otro lado de la cama, con un guardapolvo blanco, el cirujano me dio las buenas tardes. Me habló pausado y ceremonioso como para que pudiera entender, aunque hacía ostentación de su título utilizando términos de simposios facultativos. Me dijo que la operación de la columna había durado cuatro horas y no habría secuelas. Que fueron catorce los días que estuve recluido en Terapia Intensiva, cinco en Intermedia y a partir de hoy un par de días más en Sala Común. Se despidió y le cedió el lugar a mi compañera de siempre que con una sonrisa, me mostraba una bolsa plástica transparente. “Un muchachito hoy me dio esto en la puerta del Hospital. Mirá: tu celular, tu reloj y tu billetera”.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
LobosMagazine
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