Los hermanos reunidos en el patio, más bien una asamblea, para ver que estaba pasando con la desaparición de misteriosa de sus animalitos...
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Por Pepe Juliá
Sentados en un banco de madera en el patio bajo el sol abrigador de la mañana, estaban los cuatro hijos de Ramón y Azucena. Ubicados por orden de parición: Jacinto, con sus seis años recién cumplidos; Angélica con cuatro; Romualdo de tres y María de dos. Jacinto por ser el mayor tenía la voz cantante en esa especie de debate trascendental y aclaratorio para sus mentes aún blancas de pecado alguno. Tenía que responder las preguntas de los más chicos.
— ¿Cómo se pueden perder?—decía uno.
— ¿Siempre se nos escapan nuestras mascotas?— Gritaba otro.
Jamás les iba a decir que soñaba todas las noches con Pico Negro, el insólito pato con esa extraña seña particular que un amigo del padre le regaló para su cumpleaños y que de buenas a primera desapareció sin dejar rastros.
—Yo extraño a Panzón— murmuraba Angélica, refiriéndose al lechoncito que le habían obsequiado un tiempo atrás los tíos que viven en el campo.
— ¡Y yo a Chocolate!— rememorando al conejo marrón que hasta hace poco dormía a sus pies, Romualdo se acongojaba.
María, la más pequeña, mirando para todos lados seguía buscando a Cloclotilde, la gallina que su madrina le había regalado unos días atrás y que había desaparecido hoy a la mañana. Esa era la razón de la asamblea de hermanos en el patio para encontrar los motivos por el cual desaparecían misteriosamente todas sus mascotas.
Como mayor de sus hermanos tenía la misión de esperanzarlos y convencerlos que en algún momento los bichos, como les decía su mamá Azucena, volverían a ese jardín grande y mal cuidado en el fondo de la desvencijada casa. Aunque él estaba convencido que eso era algo que nunca iba a ocurrir.
Su padre hacía dos meses que permanecía mucho más tiempo junto a ellos. Y no era porque tuviera más amor para compartir. Se había quedado sin trabajo. El frigorífico cerró sus puertas con la rapidez que dan los números cuando no cierran. Así se cerraron también los bolsillos de Ramón y se achicaron las ollas de Azucena.
La sospecha de Jacinto surgió cuando su madre desde la ventana de la cocina volvió a gritar con un triste entusiasmo, como las tres veces anteriores “Hoy vamos a comer como Dios Manda”. Él las recuerda muy bien: lo hizo a mediados del mes pasado, el lunes de la semana anterior y el martes de ésta.
Los platos desbordantes de guiso humeante y carnoso ya estaban en la mesa cuando los llamaron a comer.
Poco le costó deducir a Jacinto con su mente pequeña pero abrumadoramente sensata, que algo coincidente había entre los cuatro gritos jubilosos y el rostro entristecido de su madre cada vez que los gritó, con la desaparición de los simpáticos animalitos.
Recuerda cuando hoy por la mañana vio a su padre tratar de tapar con un repasador algo que colgaba de un gancho en un rincón de la cocina. No se animó a preguntar y como nunca había visto una gallina desnuda, no quiso asociar su ausencia con lo que le querían ocultar. Ese mediodía Jacinto saboreó las verduras y el caldo de ese guiso con sabor a mamá. Jugó con la cuchara. No comió la carne. La de dejó de lado.
No les contaría a sus hermanos que a veces los padres por un plato de comida para sus hijos podrían llegar hasta el mismísimo asesinato.
Los Cuentos de Pepe 2018
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