Volvió Rodolfo... Caminaba distraído, siguiendo indicaciones del médico. Arrancaba por Av. San Martín y Mosconi, ahí por Villa Devoto. A veces, pensaba que andaba por alguna calle... en Lobos... pero no, caminaba y leía carteles...
Hay carteles… y Carteles
Rodolfo adoptó la manía de leer todo cartel que se le cruce. La culpa la tiene el médico que le indicó caminar 20 cuadras por las tardes.
— ¿Para qué? No le bastaba con darme tres pastillas y un jarabe que sabe a miel vomitada por abejas piqueteras para combatir la hipertensión, el colesterol y todas esas boludeces— Rezongaba la primera tarde, a eso de las seis, cuando se resignó a caminar esos más o menos dos mil metros, para reencontrarse con el Rodolfo que fue unos años atrás, según el doctor, al cabo de repetir unas cincuenta veces esa fajina casi militar. Y la quiso cumplir al pie de la letra.
Ya sabía de memoria la fisonomía del barrio arrancando desde Av. San Martín y Mosconi hasta Constituyentes y General Paz, así que decidió descubrir el lado del barrio que siempre le quedó a sus espaldas. Eligió calles comunes, nada de avenidas que entorpecieran su andar pausado pero constante, como le habían aconsejado. Para ir matizando el camino y hacer menos monótona su marcha, Rodolfo empezó a leer los carteles de los comercios sin descuidar el ritmo. Se topó con algunos explícitos como el de la panadería “EL PAN FELIPE”. Gracioso para él porque se imaginaba que en su horno no habría lugar para los miñones, las milonguitas o las baguettes. El de la ferretería estaba en sintonía, decía: “EL TORNILLO QUE NOS FALTA”, generalmente un domingo, agregaba cada vez que pasaba por su vidriera bien surtida y herramentosa. Casi a mitad de su recorrido terapéutico y saludable, se encontraba con la infaltable verdulería que todo barrio ostenta orgulloso. Con letras grandes y garabateadas con un pincel inconexo a la mano del pintor, recibe a clientes y paseantes con el rimbombante nombre y apellido: “LA BUENA MANDARINA”. Su sonrisa no se le borra hasta que sus pasos inexorablemente lo encaminan hasta el que le provocaba cierta inquietud: “ÚLTIMA MORADA”, ostensiblemente iluminado con luces chillonas y percudidas de neón, que anuncian que allí se entrega un servicio de sepelios acorde a la triste y lúgubre despedida a los pasos dados en este mundo. Retoma el ritmo, Rodolfo, al doblar hacia la derecha, respetando la dirección del tránsito, aunque él fuese por la vereda. Razones de seguridad, esgrimía.
Y así con cada comercio y negocio que se topaba, leía y releía sus carteles. El de la inmobiliaria “MORANDINI e HIJOS, 50 AÑOS A SU SERVICIO”, se le antojaba caduco y desactualizado, si se tenía en cuenta el estado descuidado y deslucido. Habría que borrarle la “e” para agregarle “Y NIETOS”, que seguramente deberían existir.
Si tomar las mismas pastillas y el mismo jarabe, se hacía rutinario, su caminata no le escapaba a la cotidianidad. Al llegar a la mitad de las veces que el médico le aconsejó gastar zapatillas y sudor, iba bien encaminado. En esas 25 sesiones, según los análisis clínicos, había bajado no solo su colesterol y su alta presión, sino también su peso. Al pisar la balanza con una desmesurada esperanza, comprobó que pesaba tan solo 250 gramos menos. No quiso sacar la cuenta y ver cuántos kilómetros más necesitaría para poder bajar los 10 kilos que le exigió el facultativo.
Y un buen día decidió cambiar el recorrido de su esforzado trajín. Lo hizo a medias. Fue eligiendo las calles por los carteles que le gustaba leer. Ya no llegaba hasta la empedrada Habana. Eludía así la casa mortuoria. Descubrió con asombro en su nuevo recorrido, la marquesina con luces rojas y pomposas con la descripción del lugar. “AMOR POR SIEMPRE” y con menos intensidad lumínica, en azul: “ALBERGUE TRANSITORIO”. Nunca lo había visto antes. Ni siquiera cuando era el Rodolfo que tenía una edad acorde para frecuentarlo. Dedujo que era reciente su aparición comercial. “Amor por siempre justo en un telo”, repetía y una sonrisa pícara y cómplice le ilumina la cara. Al llegar a la próxima esquina, dobló a la izquierda. Así lo determinaba la circulación vehicular. Por la vereda de enfrente descubrió un cartel enorme y amarillo con sus letras negras: “ORTOPEDIA LINEA BLANCA”. Hasta aquí todo bien con los carteles. Por asociación de ideas. Por lazos familiares. Por suspicacias. Lo descolocaba el de la ortopedia. Se prometió volver en horario de atención al público y averiguar por qué la bautizaron “LINEA BLANCA”.
Al día siguiente adelantó en una hora su rutina para llegar a la ortopedia antes del cierre. Mientras releía como era su costumbre, los carteles a su paso, se planteaba la pregunta exacta para cuando llegase al cartel que lo desorientaba. Abriría la puerta del negocio, les daría las buenas tardes y de sopetón averiguaría el porqué del nombre.
Mientras caminaba, Rodolfo sacaba conclusiones propias. Seguramente el color será en referencia a los huesos. La blancura del yeso también podría ser. Su curiosidad lo llevó a caminar con mayor rapidez. Vertiginosamente pasó por la panadería, la ferretería, la verdulería, la inmobiliaria. Pasó por el hotel de citas mirando disimuladamente. Le pareció ver entrar un auto conocido, pero no le dio importancia. Su objetivo estaba a la vuelta de la próxima esquina, doblando a la izquierda. Cruzó con cuidado a la vereda de enfrente. Y en cuanto tocó la puerta de vidrio de la ortopedia obedeciendo al cartel que decía “EMPUJE”, dos pares de férreas manos lo inmovilizaron. Los grandotes con una pechera negra lo estamparon a la otra puerta de vidrio. Los ojos de Rodolfo quedaron a la altura de la flecha fotocopiada en una cartulina pegada del lado de adentro en la cual le habían agregado con letras de imprenta “INGRESE POR LA OTRA PUERTA”. Por el rabillo del ojo pudo ver las tres iniciales en la gorra de uno de los que lo estaban apretujando: “PFA”. Escuchó al otro que a viva voz le comunicaba a alguien todavía no ubicado por Rodolfo, debido a su incómoda postura: “Jefe, ya tenemos a otro”. Lo dieron vuelta en el aire y descubrió que los chalecos de los demás efectivos en sus espaldas decían “DIVISION DROGAS PELIGROSAS”.
— ¡¡Vos sí que sos boludo, Rodolfo, eh!! Te metiste solo en la boca del lobo— le dice su cuñado Osvaldo, reja de por medio en la Comisaría— Acá te manda tu hermana un sanguche de milanesa, una manzana y el cepillo de dientes. Tomá, te traje unos diarios para que te entretengas. Dos oficialistas y dos de los otros, te traje. Así tenés distintos puntos de vista. En los cuatro hablan del tema de la ortopedia LINEA BLANCA, Rodolfo, LINEA BLANCA, no te suena a algo eso. ¡Ah! Te cuento: los abogaditos con los que trabajaste hace un tiempo se lavaron las manos y ni siquiera me recibieron. El abogado defensor de oficio que te corresponde vuelve el lunes. Así que me parece que este fin de semana la pasas acá adentro. Y no me vayas a pedir cigarrillos porque sabes que no fumo.
Un escalofrío sudoroso se apoderó de Rodolfo al oír el ruido metálico de rejas que se cierran y de cerrojos que aseguran. Y para que su humillación quedara más al desnudo, escuchó la voz ronca y grosera de su cuñado cuando se perdía por los estrechos pasillos.
Le decía al guardia:
—Y éste, cuando salga de acá que se cuelgue un cartelito bien colorido y explicativo que diga: “SOY UN PELOTUDO IMPORTANTE”.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2017