Usted pretende cambiar los colores de nuestra camiseta? De nuestras banderas? Exclamaba Fernando, uno de los muchachos de la hinchada
Los Colores son Indelebles
Se levantó de su asiento, como impulsado por un resorte. Y ganándonos la iniciativa a todos, les gritó:
— ¡Los colores son indelebles, señores dirigentes! ¡In-de-le-bles!
La última palabra la dijo así; separándola sílaba por sílaba. Mientras, el índice de su mano derecha cerrada apuntaba al techo de chapa parabólico de la cancha de básquet, donde estábamos reunidos.
— ¡No se altere, Roque, tranquilo hombre! —Le respondió uno de los tres señores dirigentes que presidían la reunión.
—Fíjese usted, que no hay mala voluntad de nuestra parte. Hemos pedido este encuentro para informarles de los avances que tenemos, hasta el momento, en la gestión al frente del Club. Les queremos informar hasta el último detalle.
Roque es uno de los pocos que quedaron de la última comisión del Club, apoyado por todos, en honor a su honestidad. Y se mantuvo en silencio, escuchando los beneficios minuciosamente detallados por el triunvirato. Callado y asombrado, como lo estábamos nosotros. Hasta que se tocó el tema de los colores representativos de la institución.
Todo venía bien. El progreso al que hacían referencia era palpable y visible. Sería una burrada de nuestra parte poner obstáculos a la labor firme y sostenida de esta comisión.
Comisión Interina que tuvimos que bancarnos, por el mal desempeño de la anterior; que nos mandó a la bancarrota, sin ningún remordimiento de su parte. Ahora teníamos que respetar la decisión de la justicia, que había determinado la intervención del Club, nombrando un interinato. Con la anuencia del Juez, y de común acuerdo con los socios, se decidió dejar al mando de la entidad a notables y adinerados vecinos que utilizarían, como a una Empresa, a nuestro querido Club, a cambio de la deuda que había contraído.
No nos podemos quejar hasta aquí: el techo del gimnasio, donde estamos ahora, lo hizo a nuevo; empezaron las obras de la pileta de natación; remodelaron la entrada de la sede Social, dándole un aspecto más moderno; nos han prometido reforzar el equipo de fútbol, con un 2, un 5 y un 9 que según se comenta, están en la carpeta del técnico de la Selección.
Todo muy lindo, todos contentos. Así vinimos a esta reunión convocados por la comisión, por intermedio de un comunicado en la cartelera de la sede. Con fotos, maquetas y letras grandes evocando el progreso, el marketing y merchandising, nos invitaban a formar parte de la reestructuración del aspecto externo del Club (de eso trataban las dos palabritas, difíciles de pronunciar).
—Queremos hacer algo nuevo, manteniendo las bases de este Club prestigioso y centenario. Pero necesitamos, para fortalecernos, una nueva imagen. Una nueva estrategia de mercado —había dicho uno, avalado con gestos de aprobación de los otros dos.
—¡Prestigioso, si! ¡Centenario, todavía no! —Le respondió doña Lucrecia, en un tono burlón, dando a entender que los de la nueva comisión no estaban muy interiorizados con su historia—. El Club apenas tiene 85 años, igual que yo —concluyó, orgullosa, la que consideramos nuestra abuela.
—Lo que pretendemos señores es modernizar el Club, para atraer más socios. Más gente que se identifique con un nuevo espacio de esparcimiento. Y para ello, además de lo estructural, tendremos que cambiar la parte estética —fría y comercialmente habló el único que se había mantenido callado de los tres hombres, sentados detrás de una mesa en el centro del escenario, en uno de los extremos del gimnasio.
Debo reconocer que al escuchar esas palabras, se me cruzó por la cabeza que el cambio estético al que se refería este hombre, era para nosotros. Y ya me estaba imaginando a todos de traje, como el de ellos; a las mujeres teniendo que entrar al Club, con sus vestidos de fiesta y los chicos obligados a mantener el pelo corto y peinado. A tener que cambiar nuestras costumbres, por ejemplo: de jugar a la canasta o al póquer, en vez del truco o el mus; de escuchar una orquesta de música clásica en algún festival, en lugar de tango o cumbia. Y tenía más cambios imaginados, cuando la voz del tipo que estaba sentado al medio, interrumpió mis fantasías:
—Un cambio rotundo y eficaz, señores socios. Un golpe visual. Basta del gris, el verde y el amarillo. Tenemos que buscar otros tonos que representen el modernismo de esta mudanza institucional.
—¿¡Usted está insinuando cambiar los colores de nuestra camiseta!? ¿¡De nuestras banderas!? —Exclamó, saltando de la silla, Fernando, uno de los muchachos de la hinchada.
—Es cuestión de marketing. No decimos: Vamos a cambiarle el nombre al Club o al estadio le vamos a poner Fulano de Tal. No, no. Solamente creemos poco atrayentes para el merchandising los colores actuales del Club —interrumpió con indiferencia el dirigente.
—Disculpe usted mi atrevimiento —dijo, poniéndose de pie despaciosamente, como era habitual en él. Le hizo un gesto de calma a Fernando, que se había abalanzado hasta el borde del escenario y éste se tranquilizó al instante. Su delicadeza y serenidad son como un bálsamo en el Club. Toda vez que aparece un desacuerdo o una discusión, es el juez que buscamos para resolver las discrepancias. Doctor de profesión, pacificador amateur, esperamos en silencio sus palabras.
—Buenas noches. Soy Eduardo Díaz, médico neurólogo, socio número 1025. Perdón señor, usted que se refiere tanto al marketing y al merchandising, ¿nos podría decir su nombre y profesión, si es tan amable?
—Sí, Doctor. Mi nombre es Carlos Mendoza, arquitecto, y le digo más, socio número 8568 —respondió con displicencia.
—Mire, arquitecto, vamos a ver este tema desde su punto de vista. En nombre de todos los aquí presentes, si es que no hay alguna objeción, le quisiera proponer, en beneficio de su bendito marketing y su querido merchandising, un cambio en su apelativo y en su labor.
—Perdón, doctor pero no le entiendo.
—Es muy simple, arquitecto. Modestamente opino que usted se vería muy favorecido, hablando en forma comercial, si a partir de este momento permuta su nombre por uno más vendible, por ejemplo: Diego Maradona. ¡Mire que amplio mercado tendría! ¡Y si en vez de arquitecto, fuese cantante! Se le incrementaría el panorama con respecto a la venta de souvenir.
Un aplauso sostenido rubricó el término del concepto.
—No es lo mismo, doctor. Nacemos con una identidad y morimos con ella. Con el transcurrir de la vida, uno va cambiando y sino, busquemos ejemplos. A ver, señor, allá atrás. Sí, sí usted —el dirigente, señalando al azar pregunta:
—¿Usted que pinta canas, ya es abuelo?
—¡Sí! —se adelantó una voz, mucho más joven, que venía de un costado del gimnasio. —Es mi abuelo Roberto —respondió Gabriel, su nieto.
—Bien, dígame don Roberto, usted ¿no cambió su forma de tratar o de ver las cosas con su nieto, respecto a su hijo?
—Sí, claro que sí —esta vez, el que se apresuró a contestar fue Jorge, el hijo de Roberto.
Hasta que por fin tronó la voz ronca del abuelo:
—¡Me está preguntando a mí, muchachos! —y carraspeó, como para encontrar las palabras justas.
—Sí, señor. Uno cambia, a medida que va viviendo. Yo, como padre, le hubiera puesto reparos a mi hijo si se hubiese aparecido con los tatuajes que tiene mi nieto. Fui el que lo defendió del reto de mi nuera y del Jorge. Y fui también, el que le dio la idea de tatuarse, junto al retrato de su madre, el escudo del Club, ¿vio? Y en colores, ¿sabe? Mostrale, Gabriel, mostrale —mientras giraba hacia donde estaba su nieto, que hacía rato tenía la remera levantada hasta el cuello con el tatuaje al descubierto. En su pecho, del lado izquierdo el rostro de una mujer y en el derecho, el escudo con el nombre del Club y sus tres colores: el gris, el verde y el amarillo.
—Y debo confesarle, señor dirigente, que los tres tenemos tatuado el mismo escudo.
Aquí retomo el principio del relato, con Roque enfatizando el poder cromático de una pasión. Y somos todos, los que ahora nos sumamos a evitar el intento de querer borrar parte de la historia del Club.
Primero, con sus voces chillonas y agudas, las mujeres comienzan a canturrear a coro:
—¡Los colores son indelebles! ¡Los colores son indelebles! Con música de “el que no salta es un...”.
Nosotros, los hombres, aún no caímos en la cuenta de que nos quieren cambiar los tonos de la camiseta. Es tan absurdo el concepto, tan descabellada la intención, que no nos cabe la idea que alguien proponga algo así.
—¡Los colores son indelebles! —ahora, corrigiendo el ritmo, son las voces mas finas y aflautadas de los mas chicos, que se acercaron al gimnasio, al terminar la práctica de fútbol infantil.
—¡Los colores son indelebles! —brotaron, por fin, las voces ásperas y graves de nuestra parte, con un “¡Carajo!” indexado por alguno del fondo.
—Señores, hasta aquí, llegamos —dijo el dirigente que parecía tener el mando. Los tres juntando sus carpetas y papeles apuraban la despedida.
—Ya tendrán noticias —pareció amenazar otro de ellos.
—Solo queríamos informarles de nuestras ideas —quiso suavizar el último.
Y se retiraron en medio de una verdadera sinfonía de sentimientos ofendidos.
—¡Los colores son indelebles! ¡Los colores son indelebles!...
Han pasado exactamente tres meses de aquella demostración de fidelidad a los matices de siempre.
Hoy empieza un nuevo campeonato y en la primera fecha, jugamos en nuestra cancha. Para un hincha, no hay nada más esperado que el inicio de un torneo y si es de local, mucho mejor.
Vamos camino al estadio, siguiendo al pie de la letra, las cábalas más inverosímiles, para que este arranque sea mejor que el anterior. Pasar por la sede, reunirnos con éste, pero no con aquél; con este otro nos cruzamos en la tribuna y nos saludaremos en el decimocuarto escalón de la popular; vamos cantando bajito los cánticos dedicados a los adversarios, como para ir calentando las gargantas. Dejamos atrás la sede, orgullosos por su nueva fisonomía. Enfilamos para la popular, bordeando lo que hasta hace poco, era un baldío. Hoy se ven avanzadas las obras de la pileta, que seguramente, estará terminada antes que llegue la temporada de verano.
Doblamos a la derecha, pasamos los controles, metemos la entrada en la máquina, por primera vez en nuestra cancha.
—¿Se acuerdan cuando la rompían con las manos? —dice Ricardo.
Y nos hace recordar aquella vez que le dijo al control:
—Rompéla prolija, que las colecciono —y el muy guacho, se la rompió en ocho pedazos.
—Che, ¿me parece a mí, o ya no estamos tan lejos de los equipos grandes? —comentó Cacho.
—¡Siempre fuimos grandes, papafrita! —le contestó Horacio, mientras le daba un sonoro cachetazo en la nuca.
—Ya lo sé, infeliz. Lo que pasa es que ahora también podemos demostrarlo —le contesta, frotándose la cabeza.
Ya estamos, los que tenemos que estar, en la abertura que nos tragará hasta el corazón de la popular y nos unirá, en las canciones y los brazos en alto, con los que ya están en su posición, para que la cábala no se rompa.
Mientras subimos los escalones eternos de nuestro estadio, miramos de reojo la popular contraria, allá en el otro arco, que no está tan llena como suponíamos. Se puede apreciar también, al girar un poco la vista, los tres mástiles ubicados al costado del campo, justo en la línea divisoria de la mitad de la cancha. En el del medio, el más alto, flamea la Bandera Argentina, otro estreno de la comisión. En el de la izquierda, el más bajo, la bandera del visitante y en el de la derecha, la nuestra.
Por los parlantes anuncian la formación de nuestro equipo, con el debut de los tres refuerzos prometidos. Esos que cuando lo hagan en la Selección, tendrán debajo de la blanquiceleste, en forma indeleble, el gris, el verde y el amarillo, que jamás nos podrán extirpar.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2017